17 PLAGA DE LANGOSTAS
‘Nuestras penurias no son por carecer de recursos. No sufrimos una plaga de langostas.’ (Franklin D. Roosevelt)
El jueves 24 de octubre de 1929 es el día más trágico en la historia del capitalismo. Tras el ‘Jueves Negro’ (Black Thuersday) llegó una semana maldita en Wall Street cuando la bolsa de valores más rica del mundo se desmoronó hasta provocar un capitaclismo brutal que trajo la quiebra del sistema bancario y una crisis económica de efecto dominó recordada como la ‘Gran Depresión’ (Great Depression) de los años treinta.
La especulación financiera descontrolada de los ‘felices años veinte’ (roaring twenties) se fraguó gracias a los bajos tipos de interés del dinero de la Reserva Federal y a la locura inversora de una ‘manada de toros desbocados’ por ponerlo en palabras de John Kenneth Galbraith.
Quienes han estudiado a fondo la Gran Depresión reconocen como principal responsable de la locura especulativa a la Reserva Federal por su desmedida expansión del crédito comercializado a través de los bancos comerciales. Las autoridades monetarias mantuvieron el tipo de interés del dinero demasiado bajo durante los años veinte y demasiado alto una vez que se desinfló la burbuja y los bancos comenzaron a quebrar.
Como consecuencia del crack de 1929 que siguió al boom de los años veinte quebraron casi dos mil bancos, dejando sin sus ahorros a millones de ciudadanos, acto seguido cientos de empresas desaparecieron o redujeron sus plantillas de tal modo que la tasa de paro terminó rondando el 25%, cifra nunca vista hasta entonces en los Estados Unidos, además fueron numerosas las personas desahuciadas de sus casas al no poder pagar sus hipotecas.
La Gran Depresión le estalló al presidente Herbert Hoover, un conservador que había ganado las elecciones de 1928 al frente del Partido Republicano con la promesa de seguir haciendo las mismas políticas de ‘laissez faire’ de su predecesor Calvin Coolidge, rechazando en la medida de lo posible el intervencionismo estatal en la economía.
Por aquel entonces estaba de moda la doctrina del ‘laissez faire’ (‘dejen hacer’), supuestamente la mejor manera de manejar la economía por parte de los gobiernos modernos, esto es dejando fluir al libre mercado con la mínima intervención estatal.
Por entonces también se hablaba mucho del ‘liquidacionismo’ (‘liquidationism’) teoría de política económica consistente en aceptar las depresiones como purgas necesarias para sanear el sistema. Según la doctrina liquidacionista el Estado debe mantenerse al margen de los ondas del mercado incluso en situaciones de crisis tan graves como la Gran Depresión.
Para los liquidacionistas el mecanismo de ajuste necesario en una crisis debe producirse sin interferencias estatales con objeto de liquidar recursos ineficaces. Keynes llegó a una interesante conclusión: los economistas liquidacionistas estaban equiparando la crisis económica con el concepto bíblico del pecado original sencillamente porque 'tras sus teorías se esconden ‘almas austeras y puritanas’.
Dada la situación crítica del país Herbert Hoover se vio obligado a desautorizar a los liquidacionistas y aumentar el gasto público para rescatar a las instituciones financieras, sin embargo las medidas que tomó fueron insuficientes, las quiebras bancarias continuaron, el paro siguió subiendo, y el caos, la pobreza y el malestar social alcanzaron niveles tan dramáticos que su rival en las elecciones de 1932, el demócrata Franklin Delano Roosevelt, le derrotó de manera contundente.
Cuando Franklin D. Roosevelt se hizo cargo de la presidencia de los Estados Unidos uno de cada cuatro norteamericanos estaba sin trabajo y en algunas ciudades la tasa de desempleo superaba el 50%. Al tomar posesión de su cargo pronunció un memorable discurso inaugural el sábado 4 de marzo de 1933.
‘A lo único a lo que debemos tener miedo es al miedo mismo’ dijo Roosevelt antes de explicarle a los norteamericanos cómo la enorme crisis económica que el país estaba sufriendo era consecuencia de una disfunción evidente del libre mercado. ‘La naturaleza continúa ofreciéndonos su exuberante abundancia y los esfuerzos humanos la han multiplicado. A nuestros pies se extiende una gran riqueza, no obstante su generosa distribución languidece a la vista de cómo se administra’.
Aquel memorable discurso de Roosevelt que siguieron por radio millones de norteamericanos fue el mayor ataque que se recuerda de un líder político a la ideología del libre mercado. ‘Nuestra principal misión es poner a la gente a trabajar. Esto será posible por la acción directa del gobierno, enfrentando el objetivo como en caso de emergencia de guerra’.
Roosevelt puso en marcha su famoso New Deal (Nuevo Pacto) con la idea prioritaria de atajar el problema del desempleo. Mediante la creación de los CCC (Civilian Conservation Corps), que financió con bonos del Tesoro, contrató a cerca de 250 mil jóvenes para hacer trabajos de repoblación forestal.
Posteriormente creó la WPA (Works Progress Administration) con el objetivo de construir presas y carreteras así como de restaurar edificios públicos además de desarrollar proyectos artísticos y culturales que en el curso de casi diez años llegaron a crear ocho millones de empleos temporales. Otros muchos empleos indirectos fueron creados a través de la PWA (Public Works Administration) también dedicada a construir y rehabilitar infraestructuras públicas en este caso mediante la concesión de diversos proyectos a contratistas privados.
La PWA nació dentro del marco de la National Recovery Administration (NRA), ley de recuperación de la industria del país que garantizó la aplicación de derechos laborales además de establecer una serie de códigos y reglamentos de obligado cumplimiento para los empresarios. Esta ley fue sin embargo declarada por la Corte Suprema como anticonstitucional dos años después por violar los principios de la separación de poderes pero Roosevelt implantó la National Labor Relations Board para proteger los derechos básicos de los trabajadores y velar por el cumplimiento de nuevos estándares laborales además de legislar en favor de la adopción de normas sanitarias y prevenir los abusos publicitarios con la creación del Consumers Advisory Board, oficina encargada de escuchar las quejas y demandas de los consumidores.
La guinda de las políticas intervencionistas de Roosevelt fue la Social Security Act de 1935 que sentó las bases del Estado del Bienestar norteamericano. Si bien el New Deal no llegó a garantizar a los ciudadanos el derecho universal a la sanidad pública al menos estableció un amplio programa de protección social con pensiones de jubilación para los mayores de 65 años así como prestaciones de desempleo y ayudas para las personas discapacitadas.
En su discurso inaugural Roosevelt explicó a los norteamericanos cómo la Gran Depresión era consecuencia directa de las actividades especulativas descontroladas, por eso ‘necesitamos crear una estricta supervisión de todos los créditos e inversiones bancarias para poner fin la especulación con el dinero ajeno’.
Para acabar con la especulación financiera Roosevelt firmó la Banking Act, también conocida como Ley Glass-Steagall, que entró en vigor el 16 de junio de 1933. Esta ley sirvió fundamentalmente para impedir que a partir de entonces los bancos pudieran utilizar los depósitos de sus clientes en actividades especulativas.
El seguro federal de depósitos se implementó posteriormente para que los clientes pequeños pudieran dormir con tranquilidad, además Roosevelt creó la SEC (Securities and Exchange Comission), agencia federal encargada de velar por la buena praxis de los negocios bursátiles, aprobando más tarde la Commodity Exchange Act o Ley sobre el Comercio de Materias Primas para acabar con la especulación sobre los precios de los alimentos básicos.
Acuciado por los acontecimientos Franklin D. Roosevelt ha pasado a la historia como el presidente norteamericano que con mayor firmeza luchó contra la economía de libre mercado. Aunque muchos economistas, banqueros y empresarios de la época creían en el ‘laissez faire’ e incluso en la teoría liquidacionista y consideraban inoportuna o excesiva la intervención del Estado en el mercado, los programas sociales, las agencias públicas, y las medidas regulatorias de Roosevelt fueron absolutamente necesarias para paliar los efectos de la Gran Depresión.
Uno de los personajes más relevantes de aquellos tiempos tan convulsos fue un joven juez llamado Ferdinand Pecora. Tras interrogar a varios ejecutivos de los principales bancos del país este juez comprobó que muchos clientes de la banca fueron inducidos mediante toda clase de argucias para comprar acciones bursátiles. El National City Bank, posteriormente reconvertido en Citibank, incluso pagaba altas bonificaciones a sus empleados para convertir a los ahorradores en accionistas.
El juez Pecora se hizo muy popular durante los primeros años de la década de los treinta ya que no le tembló la mano a la hora de llamar a declarar a los banqueros más poderosos de la época. Charles Mitchell, presidente del National City Bank, fue de los primeros en ser interrogados ante una gran expectación mediática. Cuentan que ‘Sunshine Charley’ entró en la sala de audiencias con aires altaneros pero salió de hombros caídos porque Pecora le puso contra las cuerdas con sus preguntas.
El National City Bank no solo había instado a los depositantes a participar de forma irresponsable en la burbuja bursátil, es que además había escondido de su contabilidad numerosos préstamos incobrables que fueron empaquetados en títulos y vendidos a inversores incautos. Para colmo las investigaciones de Pecora también demostraron que ‘Sunshine Charley’ había evadido el pago de impuestos.
El juez Pecora citó días después a declarar a Jack Morgan, más conocido como J.P. Morgan, el más poderoso de los banqueros norteamericanos. En su caso se demostró que había estado vendiendo acciones por debajo de su precio de mercado a algunos políticos a cambio de favores legislativos. Además tenía colocados a más de ciento cincuenta hombres de su confianza en los consejos de administración de las mayores empresas del país, varias de las cuales dominaban los mercados de forma monopólica.
Gracias a las investigaciones del juez Pecora quedó claro que los más poderosos banqueros habían vendido activos potencialmente tóxicos, participando en inversiones de alto riesgo con el dinero de los ahorradores, además de evadir impuestos y comprar favores políticos, corrompiendo el sistema democrático a la vez que colaborando a inflar la burbuja financiera que al estallar provocó la Gran Depresión.
Fue en aquellos días cuando los diarios y revistas de la época publicaron numerosos artículos y viñetas ilustrando la caída en desgracia de los ‘banksters’, palabra nacida de la combinación entre ‘bankers’ y ‘gangsters’ que se puso muy de moda por entonces.
A Jack Morgan, 'King of the Banksters', le gustaba mucho jugar al golf. Uno de los biógrafos del banquero cuenta cómo su caddy le dijo un día: ‘Mr. Morgan, imagínese que la pelota es el juez Pecora’. Cuentan que siguiéndole la broma a su caddy el dueño de la banca Morgan golpeaba la pelota con más violencia de lo normal acordándose de aquel atrevido juez que tuvo la osadía de ponerle en evidencia ante toda la nación americana.
Hay otra anécdota menos divertida, a la sazón una de las anécdotas más siniestras de la Gran Depresión. El juez Pecora había citado a declarar a J. P. Morgan a las diez de la mañana pero eran las once y el banquero no llegaba. ¿Estará jugando al golf?, se preguntaban los periodistas que cubrían el juicio.
Uno de los reporteros, Ray Tucker, observó cómo paseaba por la calle una enana del Ringling Bross llamada Lya Graf, que a su vez iba acompañada del responsable de la promoción publicitaria del circo, Charles Leef. Tucker le sugirió a Leef la idea de sentar a Lya en los muslos de Morgan y hacerles una foto. Cuando Morgan hizo acto de presencia más de una hora después de la hora prevista Tucker y Leef se las ingeniaron no solo para meter a Lya en la sala sino para sentarla encima del banquero aprovechando un descanso en su declaración.
La fotografía dio la vuelta al mundo pero Lya Graf harta de sufrir bromas de mal gusto se marchó a vivir a Alemania con tan mala suerte que terminó siendo una de las primeras víctimas de Auschwitz al ser considerada como una ‘persona inútil’ tal cual llegó a decir su ficha de documentación de las SS. Los verdugos nazis de Lya Graf nunca supieron que aquella mujer tan pequeña que aparentemente no valía para nada había sido no solo una de las principales atracciones del circo Ringlin Bross sino también uno de los grandes iconos de la Gran Depresión.
Al senador Carter Glass le escandalizó tanto la foto de Lya Graf en las piernas de J.P. Morgan que manifestó estar ‘asqueado del lamentable circo en que han convertido todo esto’. Congresista por el Estado de Virginia, Carter Glass había sido ministro del Tesoro con Woodrow Wilson y aunque era un viejo fontanero del establishment fue responsable de la redacción de la ley por la que ha pasado a la posteridad, la Banking Act de 1933 que puso fin a los abusos bancarios y que lleva su nombre junto al de otro senador, Henry Steagall, ‘Marse Henry’, como le llamaban los afroamericanos de Alabama, Estado que representaba en el Parlamento.
Para redactar aquella necesaria Ley de la Banca de 1933, Glass y Steagall llegaron a la misma conclusión que Roosevelt tras escuchar el veredicto del juez Pecora: cuando la banca no está bien regulada puede terminar provocando graves perjuicios a millones de personas afectadas por las consecuencias sociales de los cracks financieros.
La Gran Depresión de los años treinta fue provocada por parecidas causas que la Gran Crisis de 2008: burbuja por inflación de activos, especulación descontrolada y préstamos bancarios deficientemente regulados. Teniendo en cuenta los paralelismos de la Gran Depresión del siglo XX con la Gran Crisis del siglo XXI cuesta entender que nadie en Hollywood haya pensado en producir una buena serie o película sobre el juicio de Pecora a los banksters, especialmente teniendo en cuenta el carisma tan cinematográfico de aquel juez de origen italiano tocado con sombrero de ala ancha cuya principal experiencia profesional hasta entonces había sido la lucha contra los ‘bucket shops’, salas de bolsa clandestinas que durante los años veinte se especializaron en apuestas sobre la subida y caída de precios de acciones y futuros de productos básicos.
El mismo día que el presidente Franklin Delano Roosevelt anunció el New Deal empezó la guerra de propaganda orquestada desde la Universidad de Chicago y la Sociedad Mont Pelerin contra el intervencionismo keynesiano del Estado en la economía.
Enterrado Keynes y glorificado Friedman, hacia los años ochenta empezó a desmontarse la legislación rooseveltiana con la presidencia de Ronald Reagan, proceso que culminó con la derogación de la ley Glass-Steagall durante el mandato de Bill Clinton. A partir de entonces, como en los años veinte, los bancos pudieron invertir el dinero de los ahorristas en operaciones de alto riesgo y comercializar productos financieros de alto potencial tóxico.
Durante la Administración Clinton na vez que las regulaciones rooseveltianas dejaron de tener efecto tuvieron vía libre los credit default swaps (CDS) -coberturas de impago de crédito- y los colateral debt obligations (CDO) -obligaciones de deuda colateral-, productos que ayudaron a inflar la burbuja inmobiliaria que terminó degenerando en la Gran Recesión de la segunda década del presente siglo.
Todos estos productos se empaquetaron y trocearon mediante la ‘titulación’, una elaborada técnica que consiste en vender paquetes de deuda como títulos financieros y productos de alta gama a inversores de todo el mundo, administrándose principalmente en el mercado hipotecario, pero también en el de los coches e incluso en el mercado de préstamos para la educación.
Las similitudes de la Gran Depresión de principios del siglo XX con la Gran Recesión de comienzos del siglo XXI son muy evidentes. La primera comenzó con el desplome de los valores bursátiles en 1929 y la segunda arrancó con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, la caída de Lehman Brothers y el consiguiente crack financiero de 2008. En ambos casos lo que siguió a continuación fue el desplome de la banca y la inmediata caída del consumo, la producción, el empleo y la inversión.
Para investigar las causas de la Gran Recesión se creó la Financial Crisis Inquiry Commision (FCIC), bautizada por algunos medios como ‘la nueva Comisión Pecora’. Las conclusiones de su presidente, el congresista Phil Angelides, no dejan lugar a la duda: ‘El colapso de la burbuja inmobiliaria propiciada por los bajos tipos de interés, el crédito fácil, la deficiente regulación, y las hipotecas tóxicas, fueron la chispa que incendió la serie de acontecimientos que provocó el estallido de la crisis financiera en el otoño de 2008’.
A pesar de tan rotunda explicación oficial sobre el origen del crack de 2008 los economistas liberales han vuelto a acusar al intervencionismo público, concretamente a la banca de gestión pública, como Fannie Mae y Freddie Mac, bancos semiprivados que firmaron hipotecas de forma irresponsable, y a Jimmy Carter por aprobar en 1977 la Community Reinvestment Act, ley que obligaba a los bancos a conceder un mínimo de préstamos a individuos y colectivos de escasa solvencia.
Para los economistas liberales las razones de todas las crisis nunca se encuentran en el libre mercado sino en el intervencionismo del Estado, por eso la misma tesis que en su día responsabilizó de la Gran Depresión a las políticas monetarias de la Reserva Federal volvió a aflorar en el caso de la crisis de 2008. De hecho a día de hoy los economistas ortodoxos en España siguen estando convencidos de que todos los problemas del sistema financiero español en el origen de la crisis de 2008 fueron exclusividad de las Cajas de Ahorro que formaban parte del sistema de banca pública.