22 CANGREJOS Y AMEBAS
‘Noche corta de verano, y entre los juncos, fluyendo, la espuma de los cangrejos’. (Yosa Buson)
Takiji Kobayashi escribió la novela ‘Kanikosen: El Cangrejero’ (‘Kanikosen’, 1929) para denunciar las penosas condiciones laborales que sufrían los trabajadores japoneses hace cien años. ‘Kanikosen’ cuenta la historia de los miembros de la tripulación de un barco pesquero, el Hakuko Maru, obligados a jornadas de trabajo de 24 horas en medio de terribles condiciones climatológicas.
A Takiji Kobayashi las autoridades japonesas le hicieron la vida imposible no solo por escribir ‘Kanikosen’ sino también por su activismo político contra la invansión de Manchuria en 1931. En febrero de 1933 Kobayashi murió con solo 29 años a causa de las torturas a las que fue sometido por la policía de Tokio.
Con el paso del tiempo ‘Kanikosen’ se convirtió en el gran clásico de la literatura social japonesa hasta el punto de ser comparada con ‘La jungla’ de Upton Sinclair o ‘Las uvas de la ira’ de John Steinbeck. La novela de Kobayashi a efectos de intenciones artísticas está emparentada con ‘El acorazado Potemkin’ (‘Bronenosets Potiomkin’), la famosa película muda dirigida por Serguei Eisenstein en 1925 que recreó la historia real de la sublevación de un grupo de marineros rusos hartos de sufrir malos tratos.
Además de haber sido adaptada al manga, al cine y al teatro, ‘Kanikosen’ se sigue vendiendo por miles de ejemplares en las librerías japonesas, y en los últimos años ha servido de inspiración a muchos jóvenes indignados con el capitalismo de Japón y su angustioso mercado laboral que bendice los contratos temporales y las condiciones laborales abusivas.
El llamado ‘milagro económico japonés’ se levantó tras la Segunda Guerra Mundial sobre la cultura del esfuerzo y ha sido una historia de sorprendente éxito pero con un alto coste social añadido. El Gran Imperio de Japón que conoció Takiji Kobayashi había llegado a su fin tras la derrota como aliado de Alemania en la Segunda Guerra Mundial.
Durante el apogeo del Gran Imperio de Japón la península de Corea estuvo ocupada por los japoneses durante casi cuarenta años, y a día de hoy los coreanos siguen estando muy influidos por la cultura japonesa, con la cual coinciden en la fascinación por el anime, el cosplay, el pop-art, o la estética kitsch.
Japón coincide asimismo con Corea del Sur en muchos aspectos económicos, por ejemplo en la gran penetración internacional de sus mayores conglomerados empresariales y en la fuerte influencia filosófica de las corrientes más estoicas del budismo.
Japón y Corea del Sur comparten además un similar carácter nacional cimentado en las virtudes de los guerreros samuráis, tales como la obediencia a los jefes y la capacidad de sacrificio, así como un mismo orden heteropatriarcal de fuerte tradición en ambos países. Tanto en Japón como en Corea del Sur los sistemas educativos funcionan como auténticas fábricas de trabajadores sumisos y disciplinados.
El famoso ‘karoshi’ japonés (muerte por exceso de trabajo) es conocido en Corea del Sur como ‘gwarosa’, grave problema de salud pública que produce miles de muertes ya sea por agotamiento o como consecuencia de accidentes laborales o de tráfico.
Los suicidios debidos a la presión agobiante que se respira en los centros de trabajo aumentaron tanto en Japón como en Corea del Sur después de las graves crisis económicas de origen puramente especulativo y financiero que sufrieron ambos países a finales del siglo pasado, cuyo coste recayó como siempre en los trabajadores menos cualificados que a partir de entonces sufren altas tasas de temporalidad.
Según datos de 2018 en Japón cerca de 4 millones y medio de personas necesitan dos empleos para llegar a fin de mes. Hasta 70 horas a la semana llegan a trabajar muchos de los que están pluriempleados, por eso el 'karoshi' se ha convertido en una epidemia nacional.
Hay incluso una asociación dedicada a ayudar a los trabajadores japoneses a obtener compensaciones económicas por el ‘karoshi’: El Consejo Nacional de Defensa de las Víctimas de Karoshi. Según sus datos la muerte por exceso de trabajo alcanzó en Japón proporciones de epidemia a partir de la implantación de políticas neoliberales después de la crisis financiera de los ochenta.
La necesidad de competir para mantener el empleo es lo que hace que algunos empleados no solo lleguen a las 70 horas semanales de trabajo sino que incluso se vean en la necesidad de aparentar que trabajan más que sus compañeros. Otro fenómeno que se da por igual en Japón y Corea del Sur es la necesidad de socializar con los superiores al final de la jornada de trabajo pues todo aquel que no estrecha lazos de amistad más allá de las horas de oficina con sus jefes corre el peligro de ser degradado o despedido.
Las crisis financieras y los posteriores ajustes que han tenido que hacer tanto los japoneses como los surcoreanos han facilitado no solo el crecimiento de los contratos basura y las pensiones miserables sino también la soledad emocional, plaga muy extendida especialmente en Japón, donde cada vez hay más muertes solitarias (‘kodokushis’) hasta el punto de dispararse en los últimos años los delitos cometidos por personas ancianas que incurren en pequeños robos no tanto por necesidad sino con el fin de ir a la cárcel y así poder comer a la vez que sentirse acompañados.
Al priorizar las relaciones laborales sobre las afectivas ha crecido el aislamiento social hasta el punto de que lo mismo en Tokio como en Seúl han abierto karaokes con salas individuales para cantar en soledad, además hay establecimientos donde se puede contratar por horas a personas que hacen el papel de amigos de alquiler.
Los ajustes económicos resultantes de las crisis financieras de los noventa han terminado por crear una atmósfera tan competitiva como para agravar muchos otros problemas psicológicos, caso del ‘hiddekuri’, que así es como en Japón se conoce al individuo que decide no salir de su habitación al sentirse incapaz de afrontar el frenético ritmo de vida vinculado con las exigencias laborales del sistema económico.
Otro curioso fenómeno que no ha parado de crecer en las últimas décadas es el del ‘shinguru’, que así es como se conoce en Japón a las personas que en vista de la precariedad del empleo y el alto coste de la vivienda prefieren seguir viviendo en casa de sus padres hasta más allá de los treinta o cuarenta años.
Japón después de la Segunda Guerra Mundial era un país arruinado y devastado pero al igual que Alemania vivió su particular ‘milagro económico’ gracias a las ayudas que recibió de los Estados Unidos. Los americanos aprendieron la lección del Tratado de Versalles que en 1919 obligó a los alemanes a pagar altas indemnizaciones por haber causado la Primera Guerra Mundial, lo cual sirvió para estrangular la economía del país y a la postre terminar siendo el caldo de cultivo ideal para el ascenso del nacismo.
Los países que habían perdido la guerra esta vez en lugar de tener que pagar altas compensaciones recibieron financiación internacional para reconstruir sus economías y asesoramiento político para convertirse en democracias capitalistas. Japón al igual que Alemania experimentó un espectacular crecimiento hasta el punto de convertirse en apenas dos décadas en una potencia mundial famosa por sus empresas tecnológicas.
El gran desarrollo de Japón se debió a la combinación de políticas estatistas y liberales. Los ‘zaibatsu’ (antiguas empresas familiares) se modernizaron gracias a las políticas de I-D y con el impulso gubernamental emergieron multinacionales (keiretsu) como Toyota, Honda, Suzuki, Nissan, Toshiba, Sony, Sanyo o Mitsubishi, capaces de vender sus productos de alto valor añadido en todo el mundo.
Estados Unidos proporcionó a Japón un buen paraguas económico que aseguró el acceso al mercado mundial de sus productos de exportación con un tipo de cambio especialmente competitivo. De este modo los americanos impidieron que en el país penetraran las ideas comunistas al estilo de China o Corea del Norte. Japón llegó a convertirse en el principal acreedor extranjero del gobierno estadounidense. De hecho Japón ha sido uno de los países que más han colaborado al creciente déficit por cuenta corriente de los Estados Unidos.
Entre 1955 y 1972 la economía japonesa creció una media del 10% anual y Tokio se convirtió en la bolsa más grande del mundo. Ya en la década de los ochenta las acciones de las empresas subieron un 240% y el valor de los inmuebles alrededor de un 550%. La progresiva desregulación financiera terminó creando una fiebre inversora que desembocó en la mayor burbuja especulativa de la historia económica moderna.
A partir del crack japonés la situación de estancamiento se ha mantenido durante tres décadas pero a pesar de todo el Partido Liberal Demócrata ha seguido gobernando el país. Desde 2012 a 2020 el primer ministro Shinzo Abe trató de combinar políticas macroeconómicas de corte keynesiano con medidas típicas del neoliberalismo pero las ‘abenomics’ no consiguieron recuperar al país de la larga crisis que sufre desde primeros de los años noventa.
Tras las ‘abenomics’ han llegado las ‘kishidanomics’ así llamadas por el nuevo primer ministro desde 2020, Fumio Kishida, también del Partido Liberal Demócrata. Kishida parece más decidido que su antecesor a la hora de apostar por un ‘nuevo capitalismo’ dirigido a mejorar la distribución de la riqueza e incrementar la inversión en la transformación ecológica y digital.
En palabras de Kihara Seiji, subsecretario en jefe del gabinete de Fumio Kishida: ‘El capitalismo empezó con el ‘laissez faire’, luego adoptó la forma socialdemócrata del Estado de Bienestar, de ahí pasó al neoliberalismo, ahora ha llegado el momento de actualizarlo a una nueva versión. Hasta ahora el capitalismo ha basculado entre dar la primacía al Estado o dársela al mercado, pero esta nueva versión debería traer un nuevo capitalismo donde el Estado y el mercado se den la mano’.
La implantación del sistema capitalista en Japón encontró un firme aliado en el énfasis por el orden, la disciplina y el respeto por las jerarquías que caracterizan a la sociedad nipona, sin embargo su milagro económico tiene un alto precio tanto en terminos de bienestar social como de condiciones ambientales, por eso han emergido en los últimos años empresarios dispuestos a superar el orden vigente con ideas progresistas.
Según el economista Hirotaka Takeuchi después de tanto afán por aumentar la productividad a costa del malestar laboral de los trabajadores las empresas japonesas están evolucionando hacia un ‘capitalismo sabio’ que consiste en poner por delante del beneficio económico el bienestar de los trabajadores y la producción respetuosa con el medio ambiente. ‘En Japón está siendo seriamente cuestionado el objetivo único de acumular ganancias como sucede con las empresas tradicionales focalizadas en maximizar el valor para los accionistas’ dice Hirotaka Takeuchi.
Uno de los empresarios que practican el ‘capitalismo sabio’ es Kazuo Inamuri, fundador de Kyocera, empresa de productos electrónicos cuyos trabajadores disfrutan de unas condiciones laborales envidiables. A diferencia de los empresarios tradicionales que solo piensan en aumentar la producción sin reparar en el bienestar de sus empleados, Inamori entiende el entorno laboral de su corporación desde el punto de vista del ‘shojin’ budista, concepto que en oposición a la explotación y alienación laboral busca la felicidad a través del trabajo.
‘Por encima del beneficio de los accionistas los directivos de una empresa deben buscar el bienestar tanto material como intelectual de todos sus empleados’, dice Inamori, impulsor de la ‘gestión ameba’ por la cual invita a sus empleados a desarrollar en libertad todo su potencial creativo. Inamori incluso insta a los trabajadores a dejar de obedecer a sus superiores en caso de obligarles a hacer faenas alienantes o ser tratados de forma autoritaria o irrespetuosa.
La ameba es un ser que se caracteriza por sus movimientos adaptativos a entornos cambiantes. A Kazuo Inamuri el comportamiento de estos microorganismos le ha servido de inspiración para su filosofía alternativa de gestión empresarial que otorga plena libertad a los empleados para transformar sus empleos en relación a las circunstancias variables.
En armonía con la ‘gestión ameba’ de Kazuo Inamuri merece la pena recordar a otro empresario excepcional, el brasileño Ricardo Semler, autor de ‘El fin de semana de siete días’ (‘The Seven Day Weekend: Changing the Way Work Works’, 2003), manual de referencia del management alternativo. Al igual que su colega japonés Ricardo Semler sigue las directrices del ‘shojin’ budista y piensa que el objetivo prioritario de un empresario no es multiplicar sus beneficios sino conseguir que sus empleados sean felices.
‘Una mente ociosa no es el patio de recreo del demonio como creen los puritanos’ dice Ricardo Semler. En Semco, su empresa, los empleados tienen trato de socios en lugar de subalternos y los mandos directivos están obligados al máximo de transparencia con los trabajadores ya que uno de sus principales objetivos es desterrar el confidencialismo corporativo que genera lo que llama ‘fardos ilegítimos de poder’.
Semco es una empresa brasileña que se especializó primero en la fabricación de bombas hidráulicas y posteriormente en equipos de refrigeración y procesadores de alimentos. Semler cuenta en ‘El fin de semana de siete días’ que los trabajadores de su empresa tienen permiso para organizar sus horarios de trabajo alrededor de sus hobbies o intereses privados e incluso pueden invocar la naturaleza de sus biorritmos para trabajar en el horario que más les gusta y no cuando se lo imponen los jefes.
Una de las iniciativas laborales más interesantes que se le han ocurrido a Ricardo Semler es de inspiración taoísta y consiste en incentivar a los empleados más jóvenes a pasear de departamento en departamento sin hacer otra cosa que ver cómo trabajan los compañeros, lo cual no es malo para Semler sino todo lo contrario pues permite que la gente ‘encuentre sus activos más valiosos sin el peso agobiante de las asignaciones fijas’. En Brasil le dicen ‘você está louco’ pero para Ricardo Semer locos son quienes pretenden perpetuar el viejo, anacrónico y puritano modelo de laboriosidad forzada que nos convierte en seres estresados y alienados.