5 VAGOS Y MALENTRETENIDOS
‘Trabaja duro para que el diablo te encuentre siempre ocupado’. (San Jerónimo)
John Maynard Keynes formó parte del grupo de Bloosmbury junto a Virginia Wolf y otros artistas e intelectuales que principalmente se caracterizaron por su alegre hedonismo en contraste con el puritanismo victoriano de la época. La carrera de Keynes como economista no puede entenderse sin su afición por la buena vida, la filosofía, el arte y la literatura.
Keynes apreció mucho la poesía de Lord Byron o la narrativa de Charles Dickens y además leyó una gran cantidad de literatura fantástica, género que vivió durante el siglo XIX años de esplendor gracias a autores tan notables como Mary Shelly o Robert Louis Stevenson, dignos herederos de Jonathan Swift, autor de ‘Los viajes de Gulliver’ (‘Gulliver’s Travels’, 1726).
Además de escribir alta literatura fantástica, Jonathan Swift fue un certero analista de la problemática económica de Irlanda, la primera colonia del Imperio Británico. En ‘Una modesta proposición’ (‘A Modest Proposal’, 1729) recurrió al humor negro para denunciar la miseria que sufrían los campesinos irlandeses a causa del precio abusivo de la tierra impuesto por los colonos ingleses.
En Londres no hizo ninguna gracia la ‘modesta proposición’ de Swift que irónicamente sugería a los irlandeses vender a sus hijos a los ingleses para que se los comieran. El autor de ‘Los viajes de Gulliver’ no era precisamente ningún revolucionario pero recurrió al ensayo satírico para denunciar la hipocresía británica que ocultaba sus abusos a partir del uso generalizado del estereotipo del irlandés borracho y perezoso.
El viejo relato conservador sigue a día de hoy culpando de toda crisis y catástrofe a los ciudadanos improductivos, sean irlandeses, andaluces, griegos o latinoamericanos. Hace cien años Bertrand Russell, Virginia Wolf, Oscar Wilde, G. K. Chesterton, o H.G Wells, entre muchos otros de los grandes escritores que ha dado la literatura anglosajona, se dieron cuenta, como Swift y Keynes, del mismo manejo tramposo de la mitología puritana puesta al servicio del establishment victoriano con la idea de lavar la cara a sus inmorales actividades imperialistas.
Ronald Reagan y Margaret Thatcher llegaron al poder cargando la deuda de la crisis del petróleo sobre los hombros de los progres disolutos que supuestamente despilfarran la riqueza de la nación en planes de protección social. La mayoría de la gente se tragó este cuento porque a fin de cuentas somos hijos de cientos de años de puritanismo represivo.
Tom Kromer y Sherwood Anderson contaron cómo muchos americanos empobrecidos durante la Gran Depresión de los años treinta en lugar de echar la culpa al sistema capitalista se autoculpaban por no haber sido lo suficientemente disciplinados como para haber ahorrado y trabajado más. Otro gran escritor de los tiempos de la Gran Depresión, John Steinbeck, también mostró en su obra una gran indignación y perplejidad ante el hecho de que la mayoría de sus compatriotas en lugar de criticar las disfunciones del sistema capitalista se autoculpaban por no haber sido más trabajadores y ahorradores.
Han pasado casi cien años desde la Gran Depresión y en vez de culpar al sistema muchos pobres estadounidenses creen merecer su suerte apelando al mismo marco de pensamiento. ‘Si a los 40 años sigues trabajando en Walmart o en McDonald’s, cobrando un sueldo de mierda, y necesitado de food stamps, es porque eres un idiota o un vago’, escribía un anónimo comentarista al pie de un artículo del diario Los Angeles Times sobre la plaga de ‘working poors’ que caracteriza a los Estados Unidos.
Hoy día aunque todas las grandes crisis del sistema tienen su origen en la codicia especulativa se impone una vez más el relato los ‘vagos y malentretenidos’, razón por la cual los propios obreros explotados aceptan las políticas de austeridad del gasto público, las devaluaciones competitivas, los ajustes estructurales, y las expansiones cuantitativas de los bancos centrales que principalmente benefician a los mismos especuladores que provocaron el gran crack global de 2008 y anteriormente otros muchos cracks regionales o sectoriales.
La sabiduría convencional entre los europeos del norte pasa por pensar que los países del sur tienen altos diferenciales de riesgo de insolvencia en relación a Alemania por ser sus ciudadanos demasiado improductivos, de modo que permitir a Grecia, España, Irlanda, Portugal o Italia -los PIIGS- renegociar sus deudas públicas con eurobonos implica supuestamente transferir privilegios crediticios de las economías solventes a las insolventes, lo cual significa según el relato ortodoxo premiar a las cigarras perezosas para castigar a las hormigas laboriosas.
En medio de la crisis de la deuda pública europea Paul Krugman se dio cuenta de cuál es verdaderamente el problema esencial de la Unión Europea y es que ‘está bajo presión de los puritanos que odian la idea de permitir a los países deficitarios liberarse del castigo que han de pagar por sus supuestos pecados fiscales’.
En el verano de 2020, con motivo de la discusión sobre las ayudas europeas para la pandemia del coronavirus, se volvió a hablar en el seno de la UE de ‘países frugales’ (hormigas laboriosas y ahorradoras) y ‘países despilfarradores’ (cigarras perezosas y derrochadoras). A pesar de estar gobernados por partidos progresistas y socialistas los países ricos del norte de Europa comulgan en este punto con las derechas más reaccionarias.
El socialdemócrata holandés Jeroen Dijsselbloem llegó a decir en su día que Italia o España ‘se gastan todo el dinero en copas y mujeres y luego piden que se les ayude’. En opinión del economista español Juan Torres López lo que sucede en realidad es que a Holanda le interesa que Italia o España estén altamente endeudadas de modo que suban sus primas de riesgo y consecuentemente suba la rentabilidad de los títulos de deuda que tienen en sus carteras de inversión.
Los socialdemócratas holandeses incurren en este caso no solo en puritanismo sino también en hipocresía pues piden austeridad a los ‘cerdos’ mediterráneos mientras practican con descaro la competencia o ‘dumping’ fiscal, ofreciendo a las empresas sustanciosas rebajas de impuestos. En palabras de Juan Torres López ‘Holanda es responsable de que los países europeos pierdan 10 mil millones de euros anuales en ingresos fiscales, solo de multinacionales de Estados Unidos. ¿Frugales? No. Piratas fiscales e hipócritas’.
En ‘El precariado: Una nueva clase social’ (‘The Precariat: The New Dangerous Class’, 2011) Guy Standing explica cómo apoyándose en el viejo mito bíblico del pecado original el neoliberalismo ha conseguido que los trabajadores precarizados acepten su precarización. Para Standing no hay ninguna duda al respecto: la economía liberal se sustenta básicamente sobre principios moralistas y paternalistas.
Keynes dio en la clave cuando advirtió hace más de cien años que el principal problema del mundo es el viejo puritanismo hipócrita disfrazado de liberalismo económico, de hecho la Ciencia Económica en su origen fue en exclusiva cosa de teólogos y moralistas cristianos y está anclada sobre los tótems y los tabús del heteropatriarcado.
Max Weber fue quien más se explayó en torno a la íntima conexión existente entre capitalismo y protestantismo, pero como dice John Gray lo que ocurre en realidad es que ‘todo el humanismo liberal es una réplica de la fe religiosa y la lucha por la supervivencia capitalista está estrechamente interconectada con el mito bíblico del pecado original’. El biólogo Jacques Monod apunta en la misma dirección: ‘Las sociedades liberales de Occidente enseñan como base de su moral una repugnante mezcla de religiosidad judeocristiana, progresismo cuentista, creencia en los derechos naturales del hombre, y pragmatismo utilitarista’.
Además de los estudios de R. H. Tawney y Max Weber sobre la conexión entre puritanismo y capitalismo, también son de especial importancia los trabajos de Michael Walzer en torno al origen luterano y calvinista de la Revolución Industrial. Para Walzer es evidente que el capitalismo desciende del puritanismo pero se trata de ‘un hijo rebelde que castiga el pecado de la pereza mientras olvida el de la codicia’.
Michael Walzer recuerda cómo incluso John Locke, padre del liberalismo clásico, fue básicamente un grandísimo puritano obsesionado con el vicio de la pereza como fuente de todos los males. Para Locke el pobre es pobre por falta de esfuerzo y si no se las arregla para salir adelante se convierte en una carga económica que la sociedad no se puede permitir.
Según Locke (y de toda la ortodoxia intelectual de su época) el Estado solo debe intervenir en la economía para proteger el derecho a la propiedad privada así como para incentivar a los ciudadanos a maximizar su productividad, de modo que la única solución al problema de la pobreza es a base de medidas educativas dirigidas por encima de todo a cultivar la virtud de la laboriosidad, así como de leyes punitivas para castigar a los que se resisten a trabajar.
Thomas Malthus y David Ricardo, dos de los más famosos pioneros de la Ciencia Económica, estaban igualmente imbuidos de la misma filosofía. Cualquiera que estudie sus teorías observará en ambos casos una enorme dosis de filosofía moralizante y disciplinadora de las personas improductivas. En ambos casos la escasez desempeña la función de fomentar la virtud y castigar el pecado de la pereza.
Al margen de las teorías de Weber, Tawney y Walzer, sobre las conexiones calvinistas y luteranas del capitalismo liberal, la pobreza como estigma de la corrupción moral del individuo improductivo no es exclusiva del puritanismo europeo. También en China y en todo el sur de Asia hay una íntima relación entre las legendarias filosofías orientales del autocontrol y la psicoestructura de sus correspondientes planteamientos económicos, como ilustra el caso de Amy Chua, la ‘Madre Tigre’ de la China que madruga.
Amy Chua nació en Chicago, es hija de inmigrantes chinos, se licenció en Económicas por la Universidad de Harvard, y hace unos años apareció con frecuencia en los medios de comunicación estadounidenses con motivo de la publicación de su libro ’Himno de batalla de la Madre Tigre’, (‘Battle Hymn of the Tiger Mother’, 2011) donde responsabiliza de la decadencia de Occidente a los padres occidentales por ser demasiado blandengues con sus hijos.
Para la Madre Tigre el ocaso del sueño americano es resultado de la pereza consentida por el sobreproteccionismo welfarista, criadero de ‘vagos y malentretenidos’, mientras el éxito de China es resultado de la laboriosidad arraigada en la idiosincrasia confuciana del país. Amy Chua se siente orgullosa de no haber permitido a sus hijos ver la televisión e incluso de castigarlos duramente cuando sacaban malas notas.
Lo mismo en Occidente que en Oriente encontramos consecuentemente un parecido marco de pensamiento que trasciende los conceptos del puritanismo e incluso del patriarcado. Se trata de un marco de pensamiento anclado en el concepto de la lucha por la supervivencia en relación a la existencia de bienes escasos. Tanto el puritanismo confuciano o calvinista como el capitalismo al estilo chino, europeo o norteamericano, parten al fin y al cabo de una parecida antropología social-darwinista.
La dicotomía entre pereza y productividad está en el epicentro del largo debate entre civilización y barbarie, que se remonta a los tiempos de ‘La tempestad’ (‘The Tempest’), obra que William Shakespeare escribió en la primera década del siglo XVII, cuando empezaba la colonización británica de América del Norte. La acción de ‘La Tempestad’ tiene lugar en una isla remota habitada por Próspero, arquetipo del padre occidental, su hija Miranda, y sus dos siervos nativos: Caliban y Ariel.
Caliban es hijo de Sicorax, la bruja que reinaba en la isla de ‘La Tempestad’ antes de la llegada de Próspero, de ahí el título del ensayo de Silvia Federici, ‘Caliban y la bruja: Mujeres, cuerpo y acumulación originaria’ (Caliban and the Witch: Women, the Body and Primitive Accumulation’, 2004), donde a partir de la obra de Shakespeare explica cómo el primer capitalismo fue uno de los periodos más sangrientos de la historia de Europa.
La caza de brujas, el comercio de esclavos, y la colonización del Nuevo Mundo, son para Federici fenómenos vinculados con las raíces heteropatriarcales del capitalismo incipiente. A juicio de Federici no es casualidad que las primeras leyes y castigos contra la vagancia ocurrieran en paralelo con las cazas de brujas. ‘El capitalismo está relacionado con la explotación y la dominación de los seres más débiles –escribe Federici- por eso lo que roba tiempo al trabajo se prohíbe y se criminaliza’.
Como todas las obras de Shakespeare, ‘La tempestad’ puede interpretarse desde diferentes puntos de vista, pero sin duda el personaje de Caliban representa al indio que privado de sus tierras y costumbres se convierte en víctima de explotación y maltrato, mientras Próspero representa como su nombre indica el concepto de ‘prosperidad’ según el patrón del racionalismo occidental.
El uruguayo José Enrique Rodó y los cubanos Roberto Fernández Retamar y José Martí analizaron ‘La Tempestad’ en términos de crítica al capitalismo colonialista. El dilema de Ariel consiste en elegir entre Próspero y Caliban, o sea entre la autoridad procedente del norte civilizado y la anarquía propia de la idiosincrasia sureña. Caliban es un ser deforme a ojos de Próspero y merece ser castigado no solo como violador de la virginidad de Miranda, la hija del patriarca, sino por cuanto encarna el arquetipo del vago malentretenido.
‘No hay lucha entre civilización y barbarie sino entre la falsa erudición y la naturaleza’ decía José Martí. Para Martí la mayor amenaza para Latinoamérica no eran los ‘gauchos improductivos’ que tanto odiaba Domingo Sarmiento sino ‘la añagaza y la trampa de los comerciantes de la yankería’. Frente a la dualidad sarmentiana, ejercicio de arrogancia imperialista y desprecio por las culturas autóctonas, José Martí propuso para los pueblos latinoamericanos la necesidad de armonizar el progreso tecnológico del norte con las culturas ancestrales del sur.
La más profunda grieta intelectual y política que sigue a día de hoy abierta en Argentina es al fin y al cabo la que de forma bien profunda existe entre quienes acusan de todos los problemas económicos nacionales a los vagos y malentretenidos, y los que sin embargo entienden que el quid de la cuestión está detrás de los abusos del imperialismo financiero en cambalache con los intereses de las oligarquías nacionales.
El gran gurú argentino del pensamiento liberal conservador es Domingo Sarmiento, autor de ‘Facundo: Civilización y barbarie en las pampas argentinas’ (1845), donde desarrolla la teoría del ‘gaucho gandul’ como causa de todos los problemas del país. La obra de Sarmiento está protagonizada por Juan Facundo Quiroga, un caudillo revolucionario apodado ‘el Tigre de los Llanos’, protoenemigo del progreso y los ideales culturales y económicos europeos.
Sarmiento estaba convencido de que Argentina para industrializarse y progresar como los Estados Unidos necesitaba poner firme a la gauchada y exterminar a los indios nativos, a quienes consideraba ‘incapaces para trabajar’. Pero culpar a los gauchos y a los indígenas mientras se disculpa a las oligarquías es para Arturo Jauretche la ‘madre de todas las zonceras argentinas y el más determinado de todos los principios introducidos en nuestra formación intelectual desde la más tierna infancia con apariencia de axiomas’.
Enrique Silberstein fue autor de varias novelas y obras de teatro. Con mucho humor y prosa sencilla se encargó de dar réplica a los economistas ortodoxos, que en Argentina repetían como loros lo que decían sus colegas europeos y estadounidenses. ‘¿Qué de bueno se puede esperar de un tipo que cree que hay que trabajar como un descosido y pagar todo lo que se debe? –se preguntaba Sillberstein- Nada, por supuesto. Pero el comportamiento humano es tan extraño que esas cosas que solo sirven a los intereses de los ricos han pasado a ser parte del bagaje de prejuicios de los pobres. Y todo tipo que ha yugado 12 o 14 horas diarias en dos o tres empleos dice que este país no anda porque la gente no trabaja’.
A finales del siglo XIX, cuando los Estados Unidos emergían como flamante potencia mundial, la cuestión central del ‘Facundo’ de Domingo Sarmiento fue ampliamente debatida en los foros intelectuales de Latinoamérica. Contra los sarmientistas que idolatraban el capitalismo norteamericano destacó el poeta nicaragüense Rubén Darío en ‘El triunfo de Caliban’ (1898) artículo de referencia simbólica en torno a ‘La Tempestad‘ de Shakespeare.
Rubén Darío había estado en Nueva York y desconfiaba del modelo norteamericano de capitalismo extremadamente competitivo y materialista, un sistema en su opinión capaz de engendrar otra clase de barbarie. ‘¿No ve usted que son los más fuertes? –escribió Rubén Darío en ‘El triunfo de Caliban’- ¿No sabe usted que por ley fatal hemos de perecer tragados o aplastados por el coloso? ¿No reconoce usted su superioridad?. Sí, ¿cómo no voy a ver el monte que forma el lomo del mamut? Pero ante Darwin y Spencer no voy a poner la cabeza sobre la piedra para que me aplaste el cráneo la gran bestia’.
Lejos de quedar deslumbrado por el oropel gringo, Rubén Darío vio en los Estados Unidos un monstruo en potencia alimentado por la filosofía utilitarista y el darwinismo social con tendencia a poner a sus propios ciudadanos y a todas las naciones del mundo en situación de guerra eterna por la supervivencia.
El debate entre civilización y barbarie prosiguió con el debate antropológico entre Hobbes y Rousseau, y sigue vivo hoy día, porque como ha observado Edgar Morin el principal error de la filosofía racionalista occidental en pleno siglo XXI continúa siendo el desprecio por la sabiduría ancestral y el pensamiento mágico de los pueblos no civilizados bajo los estándares del desarrollismo capitalista.
Es el desprecio por la ‘no-obra’ y la ‘no-acción’ que entronca lo mismo con las cazas de brujas que con el disciplinamiento de los ciudadanos que tradicionalmente se han negado a formar parte de los mercados laborales a partir no solo de los ‘enclosures’ o leyes de cercamiento sino también debido a las ‘vagrancy laws’ o leyes de vagos, que aunque se remontan al siglo XIV, durante el feudalismo, fueron ratificadas en los primeros años de la Revolución Industrial.
El rey inglés Edward VI declaró en 1547 a la ociosidad como la ‘madre y raíz de todos los vicios’ antes de sancionar la primera ley de vagos de Europa, por la cual los culpables de ‘vagrancy’ eran marcados en el pecho con una ‘v’ mediante un hierro caliente y condenados a trabajar de sol a sol. Francia y Holanda siguieron pronto el ejemplo anglosajón y empezaron a encarcelar y utilizar como mano de obra esclava a quienes se negaban a trabajar para los señores feudales. Algunos años después el zarismo ruso incluso estableció campos de concentración en Siberia, donde los acusados de ‘brodiazhestvo’ (vagancia) consumían sus vidas condenados a trabajos forzados.
Durante la Revolución Industrial se siguieron administrando en toda Europa las ‘vagrancy laws’ de la era eduardiana y con los primeros ‘enclosures’ o cercamientos de las tierras comunales se multiplicaron los pobres que vagabundeaban por el campo y las ciudades, de modo que se empezaron a utilizar barcos de guerra en desuso como prisiones flotantes antes de enviar a los convictos a las colonias del imperio británico, como Australia, donde se establecieron sus famosas colonias penales.
Los primeros capitalistas ingleses hicieron todo lo posible por perpetuar el modelo feudal de castigo para convertir a los campesinos en mercancía sujeta a las leyes de la oferta y la demanda. Sin casa donde vivir ni terreno que cultivar a partir de la privatización de las viejas tierras comunales el número de pobres no dejó de crecer a la vez que los ricos amasaban fortunas gracias a la necesidad que la gente tenía de trabajar para sobrevivir.
El sociólogo norteamericano William Chambliss ha estudiado en detalle no solo las ‘vagrancy laws’ europeas sino también las ordenanzas establecidas en los Estados Unidos, donde se siguió la misma doctrina europea. El marco legislativo y administrativo en el cual se desarrolló el capitalismo occidental a ambos lados del Atlántico así como en las colonias de otros continentes sirvió a las élites económicas y políticas con un doble objeto: disciplinar y atemorizar a la población por un lado, y obtener mano de obra barata por otro. William Chambliss coincide en ese sentido con la tesis de Michel Foucault sobre el castigo de la vagancia como método a la vez de control social y maximización de beneficios capitalistas.
En España la dictadura franquista utilizó la famosa Ley de Vagos y Maleantes no solo para detener disidentes políticos sino también para reprimir y castigar a los homosexuales. Conocida popularmente en tiempos de la II República como ‘la gandula’ esta ley se aprobó el 8 de agosto de 1933 con el apoyo de todos los grupos parlamentarios.
La vagancia para quienes no disponían de renta ni patrimonio ya era delito en la España del siglo XVI y tras la colonización española de América los virreinatos de las Indias y el Río de la Plata decretaron ordenanzas similares a las vigentes en toda Europa al tiempo que las tierras iban siendo parceladas. En diciembre de 1745 el gobernador de Río de la Plata José de Andonaegui dictó un bando por el cual estableció un plazo de quince días para que todos los indígenas y gauchos consiguieran trabajo si no querían recibir una paliza de cien azotes sumada a una pena de dos años de trabajos forzados en régimen de reclusión penitenciaria.
Inmediatamente después de la revolución de Mayo que consagró la independencia de la República Argentina el gobierno de Bernardino Rivadavia sancionó en 1815 la Ley de Vagos y Malentretenidos que condenaba a todo aquel que no tuviera trabajo ni residencia fija a trabajar sin paga o a cumplir condena sirviendo en el ejército.
La Ley de Vagos y Malentretenidos fue aplicada con especial dureza en toda la Argentina contra los gauchos, que vivían del 'mercado negro' con chambas o 'laburos' campesinos, como la doma, la yerra, la esquila, o el arreo de ganado. Esta ley consiguió no solo abaratar la mano de obra en las tareas rurales y evitar el merodeo de mendigos por las estancias, sino sumar fuerzas a las guerras fronterizas contra los mapuches y otros pueblos originales, beneficiándose fundamentalmente de ello las oligarquías que desde el mismo día de la independencia controlaron no solo las tierras sino el aparato del Estado argentino.
Quien no mostrara a las autoridades su ‘libreta de conchabo’, documento por el cual se acreditaba que una persona estaba trabajando activamente, era inmediatamente detenido. Jueces, alcaldes y policías se encargaron de hacer cumplir la ordenanza de tal manera que los gauchos, huyendo del trabajo esclavo y el reclutamiento militar, se convirtieron en un pueblo anticapitalista y transgresor de proporciones literarias.
Para conservar su libertad no solo desarrollaron una especial habilidad en el arte de vivir de los recursos naturales de la Pampa sino que ajenos al proceso de mercantilización de la tierra y el trabajo crearon un arte musical y literario tan peculiar que terminó por inspirar a grandes intérpretes del folclore nacional, así como a José Hernández, autor de ‘El Gaucho Martín Fierro’ (1872), cumbre de la literatura argentina.
Además de ‘Un mundo feliz’ Aldous Huxley escribió otras novelas de ciencia ficción, caso de ‘Mono y esencia’, (‘Ape and Essence’, 1948) cuyo planteamiento inspiró ‘El planeta de los simios’ (‘Le planète des singes’, 1963) de Pierre Boulle, que a su vez inspiró la popular saga cinematográfica del mismo nombre. Tanto en ‘Mono y Esencia’ como en ‘El Planeta de los simios’ los seres humanos hemos retrocedido a la era del crogmanon mientras nuestros ‘primos’ han conseguido evolucionar a un nivel superior hasta el punto de esclavizarnos.
La arrogancia occidental ha despreciado tradicionalmente a las culturas indígenas pero como decía Aldous Huxley el buen progreso de la humanidad pasa por combinar el industrialismo del Norte con el misticismo del Sur. Para Huxley el problema de base del capitalismo liberal es no haber sabido equilibrar lo mejor de la sabiduría occidental con lo mejor de la sabiduría oriental. Huxley apuesta por un ‘hedonismo del ser’ que a diferencia del ‘hedonismo del tener’ no consiste en consumir y acaparar sino en disfrutar pacíficamente de la vida en armonía con el ritmo de la naturaleza.
¿Dónde está la libertad de no hacer nada? se preguntaba Huxley y se han preguntado muchos disidentes del sistema desde los tiempos de la Revolución Industrial. En ‘La abolición del trabajo’ (‘The Abolition of Work’, 1985) escribe Bob Black: ‘Casi todos los males que se pueden nombrar proceden del trabajo o de vivir en un mundo diseñado en función del trabajo. Para dejar de sufrir hemos de dejar de trabajar, lo cual no significa que tengamos que dejar de hacer cosas, significa que hay que crear una nueva forma de vida basada en el juego: en otras palabras, una revolución lúdica’
¿Dónde está la libertad de no hacer nada? se preguntó también en su día el cubano Paul Lafargue, yerno de Karl Marx, autor de ‘El derecho a la pereza’ (‘Le droit à la paresse’, 1883) donde formuló una rotunda y apasionada crítica del derecho al trabajo ‘que solo es el derecho a la miseria’.
Para Paul Lafargue la pereza es un concepto abstracto que solo existe en relación a una acción y unas circunstancias dadas, un insulto vacío de contenido utilizado por los establishments de todo tiempo y lugar para extraer plusvalías en forma de poder o capital.
Verdaderamente la pereza solo existe en relación a una acción dada, por eso si te llaman vago pregunta en relación a qué tipo de actividad y a qué clase de condición laboral, porque a los esclavos que se negaban a trabajar duro también los llamaron vagos, perezosos, haraganes, indolentes, holgazanes, flojos, inútiles y gandules.