29 ESTADO DEL MUY BIEN ESTAR
‘Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general’.
(Artículo 128 de la Constitución Española)
Un caluroso día de uno de los primeros julios de este siglo me encontré en los adyacentes del Hollywood Boulevard con Delbert, un viejo amigo afroamericano que venía de las oficinas de los servicios sociales del Downtown. Delbert me contó que al carecer de patrimonio, ingresos y rentas, había conseguido una tarjeta EBT (Electronic Benefit Transfer) con la cual en el plazo de un mes podía comprar comida por valor de 133 dólares.
Con el cambio de siglo el Food Stamp Program pasó a llamarse Supplemental Nutrition Assistance Program (SNAP) y las ‘food stamps’ ahora se llaman EBTs Electronic Benefit Transfer. En cualquier caso se llame como se llame y tenga la forma que sea se trata de una pequeña cantidad de dinero que te regala el gobierno de los Estados Unidos para que si estás en situación de desempleo no te mueras de hambre.
Acompañé a mi amigo a un supermercado cercano con su correspondiente letrero ‘we accept EBT cards’. Una vez dentro del comercio al pasar por delante de un prosciutto de Modena con una pinta estupenda Delbert me confesó que no tenía más remedio que conformarse con la maldita mortadela de Oklahoma. ‘No es la mejor mortadela del mundo pero es mejor que nada’, me dijo Delbert con esa sonrisa que a pesar de todo nunca pierde.
Desde la crisis de 2007 los beneficiarios de las ‘food stamps’ no pararon de crecer en todos los Estados Unidos. De hecho en 2016 casi 43 millones de norteamericanos necesitaban ‘food stamps’ para comer, como subrayó el propio Donald Trump durante su campaña electoral en varias ocasiones.
En el país más rico del mundo en pleno siglo XXI resulta que se cuentan por millones los trabajadores que teniendo un empleo necesitan echar mano del socorro público para sobrevivir porque los salarios son muy bajos en relación al coste de la vida, especialmente en el sector de la vivienda. Sin embargo la mayoría de los norteamericanos están convencidos de que la culpa de todo no es del orden económico vigente sino de quienes no madrugan y no tienen ética del esfuerzo ni cultura del trabajo, o sea de los malditos mantenidos vagos y malentretenidos.
La psicología puritana en relación al Estado del Bienestar se acentúa con historias mediáticas de pícaros que abusan del sistema de protección social norteamericano. En 2016 la cadena de televisión Fox News destacó en muchos de sus programas los casos de Jason Greenslate, un surfero rockero que alardeaba de comprar marisco con la tarjeta EBT, y Ali Pascal Mahvi, beneficiario del socorro público a pesar de conducir un Lexus y vivir en una mansión de un millón de dólares.
Las ‘food stamps’ (ahora tarjetas ETB) solo son válidas para comprar productos norteamericanos, lo cual significa que además de inyectar dinero en los bolsillos de los más pobres, con este programa se consigue inyectar riqueza en las fábricas y comercios nacionales. Además las ‘food stamps’ han servido para beneficiar por varias vías la economía de los suburbios, como anticiparon los economistas keynesianos que trabajaron con Lyndon B. Johnson en la defensa de la iniciativa legislativa, al florecer muchos pequeños comercios en los barrios más pobres.
Gracias a estos cupones muchos niños hasta entonces malnutridos pudieron crecer sanos y fuertes. Es importante recordar que los cupones para comida no sirven para adquirir bebidas alcohólicas. Los cigarros y la comida para mascotas también han estado siempre fuera del alcance de los ‘johnsons’, como en algunos guettos negros se dieron en llamar los famosos cupones de la Food Stamp Act.
Para acceder a estos cupones siempre ha sido necesario carecer de ingresos salariales suficientes o rentas patrimoniales, caso de mi amigo Delbert, pero al poco de aprobarse las ‘food stamps’ aparecieron beneficiarios que en realidad percibían salarios extras en negro, además por otro lado algunos comerciantes llegaron a intercambiar las ‘food stamps’ por dinero en efectivo, quedándose con una comisión mientras cobraban el precio completo de los cupones al Estado.
A partir de la difusión de estos casos excepcionales el viejo puritanismo se encargó de propagar la idea de que los cupones para comida estaban generando conductas promiscuas y apartando a la gente de la ética del esfuerzo y la cultura del trabajo.
La opción de la Renta Básica quedó en el olvido pero al menos las 'food stamps' paliaron hasta cierto punto la pobreza. ‘No podemos liberar a ciudadanos que por generaciones han sufrido las consecuencias de la esclavitud, ponerlos en la línea de salida de la carrera por la lucha capitalista, y creer que van a competir en igualdad de condiciones’, dijo Lyndon B. Johnson, defendiendo su proyecto de ley en referencia a la comunidad afroamericana, especialmente golpeada por la pobreza. Martin Luther King dio su apoyo a la Food Stamp Act de 1964, de la cual se beneficiaron muchos niños afroamericanos que han podido ascender de clase social en las últimas décadas.
Ronald Reagan llegó a la Casa Blanca con la promesa de acabar con la Food Stamp Act. ‘¡Pondré a los vagos gorrones que se aprovechan del Estado del Bienestar a trabajar!’ prometió echando mano del mito de los ‘vagos y malentretenidos’. Reagan transformó los casos aislados de fraude al sistema del bienestar en una epidemia nacional, haciendo hincapié en un caso concreto, el de la llamada ‘welfare queen’ (la reina de la beneficencia) Linda Taylor, una mujer negra que había llegado a tener varias identidades y direcciones falsas, y hasta doce tarjetas de la Seguridad Social, al tiempo que cobraba cuatro pensiones de viudedad de falsos maridos, además de percibir ‘food stamps’ mediante diferentes apaños fraudulentos.
Lazy moochers! (‘¡Vagos gorrones!’) exclamaban indignados los entusiastas seguidores de Ronald Reagan, la América honrada que madruga, feliz con la idea de recortar el gasto social que parasitan las ovejas perezosas. Reagan sin embargo no llegó a derogar la Food Stamp Act porque los cupones para comida no solo habían mejorado los datos de malnutrición infantil, es que encima habían reducido los costes de salud pública, además de convertirse en el más eficaz de los estabilizadores macroeconómicos gracias al efecto multiplicador del gasto público.
Los asesores de Reagan comprobaron con datos científicos no solo que las ‘food stamps’ estimulan el crecimiento económico, siendo especialmente beneficiosas para los barrios más pobres al tiempo que para el sector agrícola nacional, es que además el nivel de fraude apenas involucraba al 2% de sus beneficiarios. Reagan se encargó de desmantelar muchos programas sociales pero finalmente no se atrevió a tocar la Food Stamp Act.
Cuando el Partido Demócrata recuperó el poder el elefante todavía estaba ahí, por eso Bill Clinton en los años noventa a pesar de su talante liberal también comulgó con el mito de los ‘vagos y malentretenidos’. Clinton llegó a la Casa Blanca en 1990 con el crimen y la droga al alza en los barrios negros de las ciudades de los Estados Unidos, donde crecía en paralelo la nueva cultura urbana del hip-hop.
Todos los neogurús del Partido Republicano, desde Charles Murray a George Gilder pasando por Newt Gingrich, Norman Podhorez, Irving Kristol, Willliam F. Buckley o Rush Limbaugh, se encargaron de difundir el mismo mensaje: Ayudar a los pobres equivale a promover la destrucción de la familia, el nihilismo contracultural, la promiscuidad sexual, y el relativismo moral.
Con esa premisa nació el ‘Contrato con América’ –la declaración de intenciones que a mediados de los noventa redefinió la estrategia del Partido Republicano-, cuya medida estrella incluía la reforma del Welfare State o Estado del Bienestar.
El neopuritanismo neoliberal también encontró caldo de cultivo en el seno del Partido Demócrata, dentro del cual emergieron voces como la de Daniel Patrick Moynihan, autor de ‘The Negro Family: The Case for National Action’, publicado en 1965. Para Moynihan, y para muchos demócratas, el gran problema de la comunidad afroamericana era la desintegración de los valores familiares tradicionales, factor clave en el aumento del crimen y la droga.
La mayoría de los demócratas coincidían de hecho con los republicanos en la necesidad de reformar el New Deal de Roosevelt y la Great Society de Johnson sobre principios puritanos, no solo para cambiar las condiciones del sistema de ‘food stamps’, sino también para terminar con algunos programas como el Aid to Families with Dependent Children (AFDC), programa destinado a ayudar a las madres sin pareja y con menores a su cargo, del cual se beneficiaban sobre todo las mujeres negras solteras.
Con D. P. Moynihan como referente, Bill Clinton prometió en la campaña presidencial de 1992 ‘acabar con el sistema del welfare tal como lo conocemos’. Cuatro años más tarde, poco antes de terminar su primer mandato, y en consenso bipartidista con Newt Gingrich, autor del ‘Contrato con América’, Bill Clinton reformó el sistema del welfare en 1996 mediante el Personal Responsability and Work Opoportunity Reconciliation Act.
Sobre la idea de estimular la cultura del trabajo y la ética del esfuerzo, la reforma de Clinton y Gingrich estableció la desaparición del AFDC y la creación de programas más difíciles de obtener y menos cuantiosos, como el Temporary Assistance to Needy Families (TANF), el Earned Income Tax Credit (EITC), y el Special Supplemental Nutrition Program for Women, Infants and Children (WIC).
La reforma de Clinton y Gingrich otorgó además libertad a cada Estado a la hora de manejar los presupuestos destinados al socorro de los pobres, con vía libre para contratar empresas privadas de gestión del welfare, aplicando a partir de entonces procedimientos burocráticos más complejos dado que todas las ayudas quedaban condicionadas a la búsqueda activa de empleo.
La idea en principio parecía sensata pero lo que ocurrió en la práctica fue que las empresas se lanzaron a contratar empleados a tiempo parcial creciendo año tras año el número de recipientes de ‘food stamps’ y otros programas sociales con trabajos precarios y mal pagados, situación agravada al quedar congelado el salario mínimo.
McDonald's llegó a recomendar explícitamente a sus trabajadores la solicitud de cupones de comida para complementar sus bajos salarios. Hacia 2020 los empleados de McDonald's venían recibiendo cada año cerca de 900 millones de dólares en ayudas del Estado. En total los trabajadores del sector de la comida rápida le cuestan unos 7 mil millones de dólares anuales al Tesoro de los Estados Unidos.
En los Estados Unidos se convirtió en algo habitual trabajar por un sueldo muy bajo y tener que complementarlo con las tarjetas del SNAP o con algún otro programa del welfare, como el TANF, el EITC, o el WIC. Al permanecer durante muchos años estancado el salario mínimo en todo el país el número de ciudadanos de los Estados Unidos que necesitan ‘food stamps’ para sobrevivir alcanzó hacia 2020 la escalofriante cifra de 43 millones.
El problema que la mayoría de la gente desconoce es que las verdaderas reinas del welfare norteamericano son McDonald’s y otras grandes corporaciones como Walmart y Coca-Cola, que disfrutan de un amplio ejército de ‘working poors’ cuyo coste recae en parte sobre los hombros del Estado. El Welfare State tras la reforma clintonita también es un chollo para J.P. Morgan Chase, banco que se lucra operando las tarjetas electrónicas que han reemplazado a los antiguos cupones para comida.
La degeneración del welfarismo norteamericano y su transformación paulatina en un mega subsidio corporativo es responsabilidad compartida por demócratas y republicanos, y demuestra cómo el Estado del Bienestar cuando no viene acompañado de medidas proteccionistas que amparen al trabajador y limiten los abusos de poder de las grandes empresas puede degenerar en capitalismo de compinches.
‘La sucia verdad de los cupones para comida es que sus principales beneficiarios son las grandes empresas que pagan a sus trabajadores sueldos de miseria’, explica Robert Creamer. ’The High Public Cost of Low Wages’ (‘El alto coste público de los salarios bajos’), un informe de 2015 de la Universidad de Berkeley, California, analiza detalladamente el problema del welfarismo norteamericano a partir de la reforma de 1996, llegando a la conclusión de que el problema básico de la economía norteamericana no son los programas sociales sino el hecho de que los salarios se hayan estancado hasta el punto de perder en 30 años un 36% de su poder adquisitivo.
Los bajos salarios cuestan al Tesoro alrededor de 153 mil millones anuales, según los investigadores de la Universidad de Berkeley. ‘Cuando miles de trabajadores pobres en todo el país se manifiestan pidiendo una subida del salario mínimo hasta 15 dólares la hora no solo están luchando por un mejor sueldo, también están luchando por ahorrar a los contribuyentes miles de millones de dólares’, dice Emily Cohn.
La verdad oculta tras la curiosa historia de las ‘food stamps’ y los efectos perversos de la reforma del sistema del welfare de 1996 deberían servir para tomar conciencia de lo importante que es profundizar en los aciertos y desaciertos de los sistemas del bienestar de todo el mundo. Un buen Estado del Bienestar ha de estar complementado con salarios mínimos y otras medidas de protección social que impidan la explotación laboral y el abuso de poder de las corporaciones. Además debe ir siempre acompañado de leyes de transparencia radical de la economía pública para impedir la malversación de fondos y otras clases de corrupciones políticas.
A primeros de los años sesenta del siglo pasado, cuando el neoliberalismo todavía no se había apoderado del zeitgeist o ‘espíritu de la época’, en todo Occidente existía un amplio consenso a favor de la consolidación del Estado del Bienestar, de hecho el presidente norteamericano Lyndon B. Johnson quiso por entonces llevar a cabo una mejora del New Deal que había puesto en marcha Franklin D. Roosevelt tres décadas antes para acabar con la Gran Depresión.
En 1964 veintiséis economistas, filósofos y politólogos de los Estados Unidos trabajaron de forma conjunta en un memorándum sobre la creciente automatización del proceso productivo, razón por la cual ‘la sociedad ya no necesita imponer al individuo tareas repetitivas y desprovistas de sentido’.
Fue entonces cuando emergió la idea de la Renta Básica que el mismísimo Milton Friedman llegó a defender a través del INR (Impuesto Negativo sobre la Renta). A medida que avanza la robotización del trabajo hoy día está al alza el debate sobre la Renta Básica, que en tiempos de Lynson B. Johnson, durante al apogeo de la socialdemocracia keynesiana, pareció por momentos ser una seria y sensata posibilidad.
‘Ahora la sociedad puede otorgarle al ciudadano la libertad de escoger, según sus preferencias, una ocupación y una vocación, a partir de una amplia gama de actividades que no están promovidas por nuestro sistema de valores ni por nuestras formas aceptadas de trabajo’ decía aquel memorándum que concluía recomendando a Lyndon B. Johnson ‘proporcionar a todo individuo, sin hacer discriminaciones, el ingreso suficiente que le corresponde como cuestión de derecho’.
Robert Reich estudió a fondo los tiempos de Johnson y ha llegado a manifestarse en defensa del establecimiento futuro de alguna suerte de salario garantizado para todos los ciudadanos: ‘Reconocer el valor económico de la no-obra podría ser la solución a los males sobreproductivos del capitalismo del siglo XXI, dada la progresiva robotización de muchos trabajos el futuro del Estado del Bienestar debería pasar por la Renta Básica'.
Varios congresistas demócratas dieron su apoyo al movimiento por la Renta Básica, algo que también hizo Martin Luther King, quien poco antes de morir asesinado en 1968 dejó escrito: ‘No me queda duda de que la solución más sencilla al problema de la pobreza es la abolición directa de la misma mediante una propuesta que últimamente está siendo ampliamente discutida: el salario garantizado’.
Martin Luther King sabía que la esclavitud no se terminaba con la aprobación de los derechos civiles sino con la erradicación de la explotación laboral. Robert Theobald, uno de los economistas que escribieron aquel memorándum dirigido a Lyndon B. Johnson, escribió años más tarde: ‘El principal objetivo debería ser crear una situación de pleno desempleo, un mundo donde la gente no esté obligada a tener un trabajo. Y creo sinceramente que es posible crear esa clase de mundo’.
Fue entonces cuando puritanos y darwinistas hermanados en el neoliberalismo contratacaron con el objetivo de desprestigiar a los defensores de la Renta Básica y de cualquier programa de gasto social. Martin Anderson, seguidor de Friedrich Hayek y Ludwig Von Mises, amigo íntimo de Alan Greenspan y miembro del círculo de Ayn Rand, se encargó de redactar un informe de gran influencia en los círculos políticos de Washington en contra de cualquier clase de mejora del Estado del Bienestar.
Martin Anderson basó su ataque contra la RB sobre el legado de Speenhamland, localidad en el condado de Berkshire del sudeste del Reino Unido donde en 1795 las autoridades locales establecieron una especie de Renta Básica que acabó siendo un desastre. Eran tiempos difíciles. No iban bien las cosas en Speenhamland. ‘Bread or blood!’ (¡Pan o sangre!) al parecer gritaban no solo los desempleados sino también los trabajadores más precarizados.
Durante las dos primeras décadas del siglo XIX todos los ciudadanos de Speenhamland pudieron acogerse al primer plan de salario garantizado de la historia, sin embargo al no haber salario mínimo ni regulaciones empresariales ni derechos sindicales los empresarios bajaron los sueldos a su antojo. El sistema de Speenhamland fue abolido en 1834 a partir de un informe elaborado por un grupo de comisionados que lo acusaron de frenar el crecimiento económico de la nación, de condenar a los beneficiarios a la trampa de la pobreza, de producir una descontrolada explosión demográfica, y de menoscabar la cultura del esfuerzo de la clase trabajadora.
Incluso Karl Marx bendijo aquel documento oficial sobre el fracaso de Speenhamland pues venía a reforzar su idea de que la única manera de liberar al proletariado de las explotación laboral no es el Estado del Bienestar sino la revolución comunista.
En los últimos años varios historiadores han revisado lo que de verdad pasó en Speenhamland y no parece tan claro que fuera un completo fracaso. Rutger Bregman, uno de los principales gurús de la Renta Básica en la actualidad, cree que ‘las conclusiones del Royal Comission Report sobre el Sistema de Speenhamland fueron una total fabricación repleta de exageraciones, prejuicios y metodología fraudulenta’.
En la elaboración de aquel documento dominaron las voces de los discípulos de Thomas Malthus y Joseph Townsend, convencidos estaban consecuentemente todos ellos de antemano de que subvencionar a los pobres implica invitarlos al sexo, a la promiscuidad, a la vagancia, al vicio y a la vida disoluta.
El presidente de la comisión, Edwin Chadwick, ya era conocido en toda Inglaterra por sus prejuicios contra cualquier clase de ayuda estatal a los pobres, asunto que a su juicio debía quedar relegado al ámbito de las caridad de las iglesias. De hecho antes de la elaboración del informe sobre Speenhamland, Edwin Chadwick ya se había apresurado a calificar este experimento social como ‘una fábrica de vagos’.
A mí personalmente la Renta Básica universal e incondicional en su día me pareció una idea interesante pero hoy creo que sería mejor darle a todo el mundo un Empleo Garantizado en forma de trabajo respetuoso con su libertad creativa, sus habilidades naturales, y sus expectativas laborales.
Lo que necesitan los ciudadanos de los barrios más pobres del planeta, donde mandan la delincuencia y la economía sumergida, es una Renta Básica pero condicionada a la realización de tareas de valor social, ya sea en el ámbito de la cultura, el arte, la educación, el periodismo, la ciencia, la sanidad, y otros servicios imprescindibles para el buen progreso de las ciudades.
Hace apenas cien años era utópico algo tan elemental como el derecho al descanso dominical o a la protección económica en caso de enfermedad, desempleo o vejez. Los grandes intelectuales de la época daban por hecho que el ser humano si no necesita buscarse el alimento se convierte en un vago disoluto, sin embargo como dice Ricardo Semler: ‘Una mente ociosa no es el patio de recreo del demonio como creen los puritanos’.
Cuando en 1992 Robert Reich, Ministro de Trabajo de Bill Clinton, intentó convencerle para que subiera el salario mínimo, los asesores económicos del Colorado Willy le persuadieron para no hacerle caso. Luego también le convencieron de la necesidad de reformar el sistema de welfare, y encima le incitaron a cargarse las leyes de vigilancia de las actividades bancarias establecidas por Franklin D. Roosevelt tras la Gran Depresión.
Obedeciendo a sus consejeros Bill Cinton terminó por desregular el mercado financiero, permitiendo por un lado a los bancos de depósitos especular en los mercados de riesgo, facilitando por otro lado la comercialización de los productos derivados del crédito y las hipotecas que terminaron provocando la burbuja inmobiliaria y el consiguiente colapso de 2007 y años posteriores.
Clinton rubricó la transición de un capitalismo de buenos salarios y desigualdades limitadas al nuevo modelo neoliberal que hoy sufrimos de especulación financiera y empleo precarizado. Sus asesores se opusieron a la propuesta de Robert Reich de subir el salario mínimo bajo la excusa de que hacer tal cosa incrementaría irremediablemente la tasa de paro, perjudicando además la competitividad de los trabajadores norteamericanos.
Uno de los principales mantras de los economistas neoliberales es que subir el salario mínimo es terrible para la economía de una nación pero hay docenas de estudios comparados de expertos en políticas sociales que demuestran cómo precisamente los países con altos salarios y grandes sistemas de bienestar ciudadano disfrutan de sociedades ejemplares y economías con bajo desempleo, caso de Canadá, Nueva Zelanda, Australia, o los países escandinavos.
En Suecia no hay salario mínimo interprofesional pero las disparidades de ingresos están limitadas gracias al ‘espíritu de Saltsjöbaden’ que establece las pautas adecuadas como para que los convenios colectivos contengan los sueldos de los trabajadores mejor pagados, evitando que los sueldos de los peor pagados bajen del umbral de la pobreza.
En cuanto a Dinamarca su modelo de ‘flexiguridad’ implica libertad de despido pero a cambio los trabajadores disfrutan de buenos salarios y un amplio aparato de protección social que no deja a nadie desamparado, de modo que a diferencia de la mala deriva del welfare norteamericano los países escandinavos son el mejor ejemplo de cómo el Estado del Bienestar es una gran idea siempre y cuando funcione de forma eficaz y transparente.
El profesor de economía de la Universidad de Londres Guy Standing, co-fundador de la Red Global de la Renta Básica (Basic Income Earth Network, BIEN), es uno de los principales defensores del establecimiento de una asignación monetaria pública incondicional a todo ciudadano por el simple hecho de existir. Otros notables activistas en pro de la Renta Básica, caso de Daniel Raventós o Rutger Bregman, creen perfectamente posible erradicar la pobreza garantizando a la ciudadanía la seguridad material mínima para la subsistencia.
Hay que tener sin embargo mucho cuidado con ciertas propuestas de Renta Básica que pretenden reemplazar los actuales programas asistenciales, incluyendo la educación y hasta la sanidad pública a cambio de un ingreso garantizado que en vez de mejorar la situación de los más necesitados por el contrario vendría a empobrecerles más.
Además conviene recordar el lamentable caso de Catar, donde sus ciudadanos perciben una especie de salario ciudadano a costa de someter a los trabajadores inmigrantes a la ‘kafala’, régimen laboral que permite la práctica esclavitud de la mano de obra extranjera, caso que desde luego tampoco puede servir como ejemplo de Estado del Bienestar progresista sino más bien todo lo contrario.
La idea de la Renta Básica se remonta a los tiempos de Charles Fourier y Thomas Paine. El primero creía necesario garantizarle a todo el mundo ‘al menos un lugar donde dormir y dos comidas al día’. El segundo escribió en ‘Justicia Agraria’ (‘Agrarian Justice, 1795) que el Estado debería asignar a cada persona que cumpliera 21 años una cantidad monetaria de 15 libras esterlinas durante un máximo de 30 años, y 10 libras esterlinas anuales de carácter vitalicio a partir de los 50 años de edad.
En palabras de Thomas Paine, ‘el cultivo es una de las mayores mejoras naturales jamás hechas por la invención humana. Ha dado a la tierra un valor de diez veces más. Pero el monopolio de la tierra que comenzó con ella ha producido el mayor mal. Ha despojado a más de la mitad de los habitantes de cada nación de su herencia natural, sin proveer como debería haberse hecho una indemnización por esa pérdida’.
La idea de la Renta Básica fue retomada a finales del siglo XX por intelectuales como Philippe Van Parijs, Zygmunt Bauman, o Bifo Berardi. ‘El edificio de la sociedad en la que vivimos se basa sobre la premisa de que quien no trabaja no come, y ése es el tabú de todos los tabúes, una premisa imbécil, una superstición, un hábito cultural del que habría que liberarse’, sostiene Berardi.
Frente a la Renta Básica, los economistas de la Teoría Monetaria Moderna prefieren el Empleo Garantizado, que parece más lógico y viable. En barrios problemáticos donde proliferan las actividades delictivas no creo que sea una buena idea darle a todo el mundo un salario a cambio de nada. Lo más sensato sería otorgar un sueldo básico a todo aquel que se encuentre en situación de desempleo bajo la condición de emprender un trabajo de valor social.
Primero por justicia social y además teniendo en cuenta la robotización progresiva del trabajo que está volviendo obsoletos una gran cantidad de empleos, antes o después será necesario garantizar a todos los ciudadanos no solo sanidad y educación sino también techo y comida, pero seguramente la manera más eficaz de hacerlo es por la vía del Empleo Garantizado.
A Hyman Minsky, muy reivindicado últimamente por haber anticipado los graves problemas financieros del capitalismo neoliberal, no le gustaba ni el programa de cupones para alimentos de la Food Stamp Act ni tampoco la idea del impuesto negativo sobre la renta recomendada por Milton Friedman. En los cupones veía efectos inflacionarios y amenaza de fraudes en el impuesto negativo. De modo que para hacer la guerra a la pobreza Minsky aconsejó a Lyndon B. Johnson crear un programa de trabajo público garantizado para todos.
La propuesta de Minsky ha sido retomada por los economistas poskeynesianos de la Teoría Monetaria Moderna. Según la MMT las personas en situación de desempleo podrían realizar actividades destinadas al bien común. El Empleo Garantizado debería servir para enseñar a los vecinos de los barrios más pobres a emplear el tiempo en beneficio de la sociedad, y a encontrar sus activos individuales más valiosos, de modo que además de erradicar la pobreza sea posible erradicar al mismo tiempo la alienación laboral, colaborando al ‘florecimiento de talentos ahora ocultos y virtudes insospechadas’, como decía Henry George.
Con la voluntad política necesaria es viable la plena protección social sin incurrir en condicionamientos absurdos y burocracias infladas, garantizando la dignidad básica de todo el mundo al tiempo que promoviendo un nuevo tipo de trabajo no enfocado al lucro individual sino a la mejora de los intereses públicos.
Como dice Dominique Perrault, arquitecto del futurista puente de la Arganzuela que cruza el río Manzanares de Madrid, ‘el futuro pasa por rehabilitar y regenerar las periferias de las metrópolis’. El Empleo Garantizado de estar bien diseñado podría servir en los barrios más pobres no solo para erradicar la violencia pandillera, el paro y la pobreza, sino también para embellecer nuestras ciudades a la vez que para luchar contra la degradación medioambiental.
Como pasa con la Renta Básica el principal enemigo del Empleo Garantizado es el viejo mito de los ‘vagos y malentretenidos’. Los intelectuales de mayor calado en el Partido Republicano en las últimas décadas, desde Ayn Rand a Leo Strauss o Marvin Olasky, han argumentado en contra del Estado del Bienestar a partir de argumentos puritanos.
Cuando Franklin D. Roosevelt puso en marcha el New Deal el empresario Ernest L. Swigert profetizó que 'el socialismo rooseveltiano convertirá a nuestra nación de arriesgados empresarios en una nación de débiles de carácter’. James L. Donnelly, de la Asociación de Fabricantes de Illinois, dijo por su parte que ‘el Estado del Bienestar destruirá la iniciativa, desalentando el ahorro y ahogando la responsabilidad individual’
Thomas E. Woods llegó a mostrarse contrario a las pensiones de jubilación porque ‘debilitan el lazo natural intergeneracional entre padres, abuelos e hijos, por lo cual el Estado del Bienestar significa la desintegración de la familia: incentiva el divorcio, la soltería, las formas de vida alternativas, incluso el maltrato a padres o familiares’.
George F. Gilder, economista de cabecera de Ronald Reagan, pensaba exactamente igual: ‘El Estado del Bienestar representa un ataque frontal contra la familia tradicional al permitir que los varones abandonen su condición de proveedores económicos de las necesidades materiales de sus hijos y mujeres’.
En su guerra contra el Estado del Bienestar los puritanos coinciden con los darwinistas sociales, pero si la propiedad privada es indiscutible también debería serlo la protección social, sin embargo el Estado del Bienestar está siendo constantemente atacado por el neoliberalismo, ideología nacida con el especifico propósito de acabar con la utopía socialdemócrata que persigue la erradicación del paro y la pobreza.
‘Somos más ricos que nunca –dice Pepe Mujica, expresidente de Uruguay- cada minuto se gastan en el mundo 2 millones de dólares en presupuesto militar. ¡Los que dicen que no hay plata para rescatar a los pobres es que no tienen vergüenza!’. Desde luego si hay dinero de sobra para apostarlo en los casinos financieros o para guardarlo en paraísos fiscales ¿no debería haberlo para que todo el mundo tenga lo mínimo garantizado?